sábado, 19 de octubre de 2013

Capítulo 2


Novela: "Al desnudo"
Capitulo 2
Con mi copa de vino en la mano, me acerqué al bufé y me serví un plato de exquisiteces. Había pan indio  con hummus,  queso  con  mostaza  de  arándanos  y  unos  cuantos  racimos  de  uvas.  Pablo y  Teddy sabían cómo dar una buena fiesta, e incluso el sábado siguiente al Día de Acción de Gracias yo tenía sitio para la comida tan buena que ofrecían. Me estaba debatiendo entre probar una loncha de carne asada con panecillos franceses o servirme ensalada de nueces, cuando alguien me tocó el hombro.
—¡Eh, hola!
Me detuve con un panecillo a medio camino del plato. Era la vecina de Patrick, Nadia. Ella siempre se esforzaba por ser amable conmigo, aunque, en realidad, no tenía ningún motivo para no serlo. Yo tenía la sospecha de que los intentos de Nadia por hacerse amiga mía tenían más que ver con ella que conmigo, y aquella noche mis sospechas se vieron confirmados.
—Me gustaría presentarte a Carlos, mi novio —dijo Nadie, con una sonrisa.
—Encantado —dijo Carlos, con los ojos en la comida, aunque Nadie lo estaba agarrando de la mano con tanta fuerza que no iba a poder servirse nada.
—Me alegro de conocerte, Carlos.
Nadia nos miró de manera expectante. Carlos y yo nos observamos brevemente, y, después, él volvió a mirar a Nadia, que tenía los dedos enganchados en su brazo, en el pliegue del codo. La blancura de su piel  resaltaba  en  contraste  con  la  de  Carlos.  Creo  que  los  dos  sabíamos  lo  que  quería,  pero  ninguno íbamos a dárselo.
Yo no supe que era negra hasta el segundo curso. Por supuesto, siempre había sabido que mi piel era más oscura que la de mis padres y mis hermanos. Mis rasgos tampoco eran como los suyos. Ellos nunca me  habían  ocultado  el  hecho  de  que  yo  era  adoptada,  y  no  solo  celebrábamos  mi  cumpleaños,  sino también  la  fecha  en  la  que  yo  llegué  a  la  familia.  Yo  siempre  me  sentí  amada  y  aceptada.  Mimada, incluso, tanto por mis hermanos, que eran mucho mayores que yo, como por mis padres. Después me di cuenta de que estaban intentando compensarme por el fracaso de su matrimonio.
Yo  siempre  había  creído  que  era  especial,  pero  hasta  el  segundo  curso  no  entendí  que  era… diferente.
Desiree  Johnson  comenzó  a  acudir  a  mi  colegio  de Ardmore  en  ese  curso.  Procedía  de  algún  lugar cercano a la ciudad de Filadelfia. Llevaba cientos de trencitas en el pelo, camisetas con letras doradas, pantalones  de  terciopelo,  y  unas  zapatillas  blancas  y  demasiado  grandes  para  su  número  de  pie.  Era diferente, y todos nos quedamos mirándola cuando entró en clase.
La  profesora,  la  señorita  Dippold,  nos  había  dicho  aquella  mañana  que  iba  a  haber  una  estudiante nueva  en  clase.  Había  mencionado  que  era  muy  importante  ser  buenos  con  los  estudiantes  nuevos, especialmente  con  los  que  no  eran  iguales.  Nos  había  leído  el  cuento  de  Zeke,  un  pony  con  rayas,  que resultó ser una cebra y no un pony. Aunque solo estaba en segundo, yo ya había entendido qué era lo que quería decir.
Lo  que  no  había  previsto  era  que  la  señorita  Dippold  me  mandara  cambiar  mi  pupitre  para  que Desiree pudiera sentarse a mi lado.
Por supuesto, yo obedecí, y me sentí muy contenta de que me hubiera elegido para ser la amiga de la niña nueva. ¿Era porque yo había sido la que mejor nota había sacado en el deletreo de palabras aquella semana? ¿O acaso la señorita Dippold se había dado cuenta de que yo le había prestado a Billy Miller mi mejor lapicero, porque él se lo había dejado en casa una vez más?
No era por ninguno de aquellos motivos, sino por un motivo que yo nunca hubiera imaginado.
—Bueno —dijo la señorita Dippold cuando Desiree se sentó en su pupitre—. Desiree, esta es Lali. Estoy segura de que vais a ser muy buenas amigas.
Los pequeños pasadores de las trencitas de Desiree chocaron entre sí cuando ella giró la cabeza y me miró de arriba abajo. Se fijó en mi falda de tablas, en mis medias por las rodillas y en mis zapatos de charol. En la diadema con la que mantenía mis rizos bajo control. En mi cárdigan.
Para estar en segundo curso, Desiree ya tenía mucha personalidad.
—Me está tomando el pelo —murmuró.
La señorita Dippold pestañeó.
—¿Desiree? ¿Ocurre algo?
Ella suspiró.
—No, señorita Dippold. No ocurre nada.
Más tarde, justo después de comer, yo me incliné para mirar los dibujos que estaba haciendo en su cuaderno. La mayoría eran espirales y círculos que sombreaba con lápiz. Yo le enseñé mis garabatos, que no eran tan elaborados.
—A mí también me gusta dibujar —le dije.
Desiree miró mis dibujos y soltó un resoplido.
—Ya.
—Puede que la señorita Dippold haya pensado que podemos ser amigas porque a las dos nos gusta dibujar —le expliqué pacientemente.
Desiree  arqueó  las  cejas.  Miró  a  su  alrededor,  a  los  demás  compañeros  de  clase,  y  me  miró  a  mí. Después  me  tomó  la  mano  y  la  colocó  junto  a  la  suya.  Sobre  los  pupitres  de  color  gris  claro,  nuestros dedos destacaban como sombras.
—La señorita Dippold no sabía nada de mis dibujos —dijo Desiree—. Lo ha hecho porque las dos somos negras.
Yo  pestañeé,  intentando  entender  lo  que  me  había  dicho.  Miré  las  caras  blancas  que  había  a  mi alrededor. Caitlyn Caruso también era adoptada, de China, y era distinta a los otros niños. Pero Desiree tenía razón. Había dicho algo que yo debía haber sabido desde hacía mucho tiempo.
Era  negra. Aquella  revelación  me  dejó  asombrada  y  silenciosa  durante  el  resto  del  día,  hasta  que llegué a casa y saqué los álbumes de fotos de la familia. ¡Yo era negra! ¡Había sido negra toda mi vida! ¿Cómo era posible que no me hubiera dado cuenta antes?
La respuesta era sencilla: mis padres no me lo habían dicho nunca, no le habían dado importancia. Yo había sido educada de forma que supiera apreciar la diversidad. No me quedaba más remedio; era hija de  una  madre  blanca  y  de  un  padre  negro,  y  había  sido  adoptada  por  un  matrimonio  blanco,  aunque  de diferentes religiones.
Mi madre era judía no practicante, y mi padre era católico no practicante. Mis hermanos se habían criado  con  una  mezcolanza  de  celebraciones  tradicionales,  hasta  que  mis  padres  se  habían divorciado, cuando yo tenía cinco años. En casa nunca se habló del color de mi piel, ni de lo que significaba, ni de si debía significar algo. Desiree  no  estuvo  mucho  tiempo  en  nuestra  clase.  Su  familia  se  mudó  a  los  pocos  meses.  Sin embargo, yo nunca la olvidé, puesto que ella me había revelado algo que yo debería haber sabido durante toda mi vida.
Sin embargo, había un detalle importante sobre la gente como Nadia, que se enorgullecía de no ver el color  de  la  piel  de  los  demás:  que,  al  final,  solo  veían  el  color  de  la  piel  de  los  demás.  Nadia  no  me había  presentado  a  su  novio  porque  a  los  dos  nos  gustara  dibujar,  ni  porque  los  dos  escucháramos  a Depeche Mode, ni siquiera por amabilidad. Carlos y yo lo sabíamos.
Nadia  no  lo  entendía.  Se  puso  a  charlar  entre  nosotros,  diciendo  nombres  como  si  yo  debiera conocerlos, mencionando canciones de hip-hop. Carlos me miró y se encogió ligeramente de hombros sin que  ella  lo  viera.  Sin  embargo,  la  observó  con  evidente  amor,  y  al  final  la  interrumpió  con  un  solo «nena».
Nadia se echó a reír, un poco confusa.
—¿Eh?
—Si no me dejas comer algo, me voy a desmayar.
—Carlos hace mucho ejercicio —dijo Nadia, mientras su novio comenzaba a diezmar la comida del bufé—. Siempre tiene hambre.
El escándalo que se armó en el salón me salvó de tener que hacer algún comentario. Yo había seguido observando  a Peter Lanzani de  reojo;  él no se había apartado de la chimenea. El hombre con el que estaba hablando alzó la voz y  las  manos,  haciendo  aspavientos  y  señalándolo  con  el  dedo  índice. Acusándolo de algo. Peter, en vez de responder, se limitó a cabecear y se llevó la cerveza a los labios.
—¡Tú…  eres  un  idiota!  —gritó  el  otro  hombre  con  la  voz  temblorosa.  Yo  sentí  lástima  por  él,  y también vergüenza ajena—. ¡Ni siquiera sé por qué me he molestado contigo!
Para mí era fácil ver el motivo por el que se había molestado con él. Peter Lanzani era guapísimo. Soportó  estoicamente  los  insultos  y  las  acusaciones,  hasta  que  finalmente,  el  otro  hombre  se  marchó airadamente,  seguido  por  unos  cuantos  amigos  que  intentaban  calmarlo.  Aquel  incidente  solo  había durado un par de minutos, y solo había atraído un par de miradas. No era la discusión más dramática que había tenido lugar en una de las fiestas de Pablo, y lo más probable era que todo el mundo se hubiera olvidado de ella al final de la noche. Todos, salvo los dos hombres que la habían mantenido.
Bueno, y yo.
Estaba fascinada.
«No le gustan las chicas», me recordé yo. Mandé al cuerno la dieta y me concentré en la carne asada. Y cuando alcé la vista de mi plato, Peter Lanzani ya no estaba allí.
Fue una buena fiesta, una de las mejores de Pablo. A medianoche, yo ya me había hartado de cosas ricas  y  de  cotilleos,  y  estaba  bostezando  disimuladamente.  En  el  salón  había  empezado  el  karaoke,  y había  tanta  gente  bailando  que  el  árbol  de  Navidad  de  la  esquina  y  la menorah  de  la  ventana  estaban temblando.
¿Era eso…? Oh, no. Me tapé los ojos con una mano y miré por entre los dedos cuando un hombre se colocó en medio del escenario y comenzó a cantar un himno discotequero de Beyoncé. Además, se puso a bailar  siguiendo  perfectamente  el  ritmo  de  la  canción.  Seguramente,  tenía  un  vídeo  subido  en Youtube. Todo el mundo aplaudió y lo vitoreó, pero yo miré hacia la esquina donde estaba la chimenea, y donde estaba también el objeto de mi atención. Sí. Peter Lanzani.

Continuará
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Hola chicas soy Cielo de http://casijuegosca.blogspot.com.ar Espero que les guste la novela! :D 

4 comentarios:

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