jueves, 26 de diciembre de 2013

Capítulo 28

Novela: "Al desnudo"
Capitulo 28
Era una buena época para trabajar en un estudio de fotografía cuya principal clientela eran familias con  niños.  La  mayoría  de  la  gente  había  llevado  a  sus  hijos  para  que  los  retrataran  en  octubre  y noviembre. Aquellos meses también eran los más ajetreados con respecto a las sesiones de fotografía del colegio. En octubre y noviembre yo había trabajado mucho, había conducido muchos kilómetros al día y había  llegado  a  casa  muy  tarde  después  del  trabajo.  Ahora,  sin  embargo,  podía  sentarme  un  poco  y relajarme.
O eso creía yo. El centro comercial no estaba tan abarrotado como durante las fiestas, pero parecía que mucha gente había decidido usar sus tarjetas-regalo. Y, debido a una campaña publicitaria que había hecho Foto Folks en otoño, había muchas mujeres que iban al estudio con vales para hacerse gratis una sesión fotográfica glamorosa.
Cuando llegué para cubrir mi turno, todas las sillas de la sala de espera y de la sala de maquillaje estaban ocupadas. Habían empezado a apuntar a la gente en una lista y a repartir buscas, como hacían en los restaurantes muy populares. Tres de los cuatro compartimentos que había al fondo del estudio para tomar  fotos  estaban  ocupados,  y  el  cuarto  acababa  de  dejarlo  libre  una  mujer  que  llevaba  una  boa  de plumas y una tiara.
—Vaya, vaya —murmuré.
Mindy, la peluquera y maquilladora, acababa de terminar con una clienta y estaba junto a la máquina de café con una taza.
—Y me lo dices a mí. No he parado desde que abrimos.
Una mujer pasó junto a nosotras. Llevaba una fea chaqueta roja de cuero sintético, con cremalleras. De cintura para arriba era todo glamour. Iba peinada, llevaba pestañas postizas y los labios pintados de rojo. De cintura abajo era menonita. Llevaba el consabido vestido de flores, calcetines blancos y zapatillas deportivas.
— ¿Qué…?
—Va a hacerse unas fotos para su marido.
—Pero eso… ¿no va contra…? Ellos no…
Mindy llenó su taza y le puso azúcar y leche.
—No lo sé. Ella llegó, eligió esa chaqueta del perchero y me dijo cómo quería que la peinara y la maquillara. Yo no voy a discutir.
Yo tampoco. No podía decirle a la gente que iba al estudio cómo debía vestirse, ni cuánta sombra de
ojos debía ponerse.
—Hola. Me llamo Lali —dije cuando entré al cubículo.
—Gretchen.
—Bien, Gretchen, ¿tienes alguna idea en concreto?
Yo ajusté la cámara mientras hablábamos. Gretchen sí tenía una idea bastante bien definida de lo que quería, y me la describió, incluyendo el uso del ventilador eléctrico para que pareciera que el viento le estaba agitando el pelo.
—Mi cuñada Helen vino antes de Navidad e hizo lo mismo —explicó Gretchen—. Yo quiero lo que le hicieron a ella.


Que yo no pensara hacer nada semejante no significaba que no entendiera el atractivo de aquello. Por
su  apariencia,  Gretchen  no  debía  de  llevar  una  vida  muy  glamorosa,  y  si  yo  podía  conseguir  que  se sintiera guapa durante media hora, y darle unas fotografías que pudiera mirar durante el resto de su vida, lo haría.
—Bueno, deja que te vea aquí, en este taburete —le dije, y la situé delante de la mesa, con los codos apoyados en ella, y la barbilla en una mano. La clásica pose de glamur—. Voy a encender el ventilador.
Gretchen y yo trabajamos mucho. Ella se inclinó, se estiró y mantuvo la pose cuando fue necesario.
Su expresión no cambió mucho; en algunas de las fotos parecía que estaba medio aterrorizada, y en otras somnolienta, pero en los momentos de descanso se reía, así que yo sabía que se lo estaba pasando bien.
Sin embargo, ya se nos estaba acabando el tiempo de la sesión cuando tomé la foto que iba a ser la mejor de todo el lote.
—Mira esta —le dije—. Es estupenda. Esta es la mejor.
—¿De verdad? —preguntó Gretchen esperanzadamente—. ¿Son bonitas?
—Preciosas  —le  aseguré—.  Ve  a  cambiarte  y  reúnete  conmigo  en  esa  sala  de  ahí,  la  que  tiene  la puerta a la izquierda. Allí podrás ver todas las fotos y elegir las que quieras.
En  Foto  Folks  utilizábamos  cámaras  digitales;  la  fotografía  tradicional  con  película  había  quedado obsoleta salvo para los aficionados. En la sala que yo le había indicado a Gretchen, los clientes veían las fotos en una pantalla grande y elegían un paquete. Podían marcharse con ellas bajo el brazo en menos de una hora, si querían esperar. La mayoría esperaban. Era muy distinto a lo que hacíamos cuando yo estaba en el instituto y trabajaba para un fotógrafo local. Entonces, los clientes de una sesión fotográfica tenían que esperar más de dos semanas antes de tener las copias en la mano.
Yo  puse  la  tarjeta  de  memoria  en  el  reproductor.  Ya  había  abierto  el  programa  de  pedidos  en  el ordenador para introducir en él la información de Gretchen. Ella entró en la sala sin la chaqueta roja y con la cara lavada. Yo abrí los archivos y le mostré todas las fotos una a una.
Gretchen no dijo casi nada hasta que llegamos a la última. En aquella se estaba riendo; tenía la cara un poco girara y los párpados entrecerrados.
No era como las demás, que tenían algo forzado y artificial que me avergonzaba, aunque supiera que era lo que ella me había pedido.
—Creo que esta es la mejor —dije.
Gretchen la observó durante un largo momento, en silencio.
—No me gusta.
Yo me esperaba unos elogios efusivos, y ya tenía el cursor sobre el botón de «Añadir al pedido». De hecho, lo apreté impulsivamente.
—Ohh.
Ella negó con la cabeza.
—Esa no parezco yo.
En  aquella  fotografía  se  parecía  más  a  ella  misma  que  en  cualquiera  de  las  demás,  pero  no  iba  a discutírselo.
—De acuerdo. Podemos elegir otros retratos.
—Espera, por favor.
Gretchen me tocó la mano sobre el ratón para evitar que yo cerrara la imagen que había elegido.


La observó durante mucho tiempo, más del que yo debería haberle permitido. Sabía que había otros clientes esperando, y Foto Folks basaba los pluses no solo en el número de retratos que se vendían, sino también en el número de clientes atendidos. Sin embargo, no estaba haciendo aquello solo por mí, sino por mis compañeros, que dependían de mí para que su trabajo resultara lo suficientemente bueno en las fotos como para que el cliente las comprara.
—No. No parezco yo. Me gusta la foto en la que estoy con la mano en la barbilla —dijo, y no hubo forma de convencerla de otra cosa.
Gretchen dejó la salita después de hacer un pedido de unos cien dólares en fotos y fundas. Yo me hice la  idea  de  que  iba  a  intercambiárselas  con  sus  amigas,  como  hacían  en  el  colegio  los  niños  a  quienes también fotografiaba.
—Me alegro mucho de que Helen me recomendara que te eligiera a ti —dijo Gretchen mientras yo la acompañaba a la salida de la tienda—. ¡Yo se lo voy a decir a todas mis amigas!
—Muchas gracias.
Se marchó muy contenta, y yo consideré que había hecho bien mi trabajo. Era mi turno de tomar un café, pero cuando estaba junto a la máquina, Mindy me tocó el hombro.
—Tienes un cliente especial.
Me giré.
—Teddy.
—Eh, hola.
A  mí  se  me  hizo  un  nudo  en  la  garganta. Al  contrario  que  todas  las  otras  veces  que  lo  había  visto,
Teddy  no  intentó  darme  un  abrazo.  Nos  quedamos  en  silencio  delante  de  Mindy,  que  nos  observaba boquiabierta. La sonrisa de Teddy debería haberme reconfortado, pero no lo consiguió.
—Esperaba encontrarte trabajando hoy.
—La mayoría de los días estoy trabajando.
—Sí —dijo él, y suspiró—. Mira, Lali, Pablo me ha contado… lo que ocurrió.
Aquel no era un lugar privado, y yo no podía mantener aquella conversación con Teddy allí. Fruncí el ceño.
—¿De veras?
—Por supuesto que sí —dijo él, con tristeza—. ¿En qué estabas pensando?
Teddy  siempre  había  sido  muy  amable  conmigo,  incluso  cuando  no  tenía  por  qué  serlo,  pero  esa amabilidad pasada no le daba derecho a reprocharme nada.
—No estaba pensando en nada. Ya le dije a Pablo que lo sentía. No sé qué más quieres que diga, Teddy. ¿Te ha enviado Pablo de mensajero, o qué?
Teddy se quedó asombrado por el tono de mi contestación.
—Está muy enfadado.
Los maquilladores y los clientes se movían a nuestro alrededor. Algunos nos miraban con curiosidad. Yo miré hacia mi cubículo; Mindy había llevado allí a mi próximo cliente.
—Tengo que volver a trabajar.
—Creo que si le pidieras disculpas…
—¿Sabes una cosa? —le pregunté con tirantez—. Esto no es asunto tuyo, Teddy.
Él abrió la boca para responder, pero no le di la oportunidad de hacerlo. Seguí hablando en voz baja para mantener nuestra conversación en privado.


—Si quiere que me arrastre por el suelo, no va a tener esa suerte. No voy a rogarle que me perdone, Teddy. Ya lo he hecho por muchas cosas que no eran culpa mía, y no voy a hacerlo una vez más.
Teddy se irguió.
—Bueno. No sé qué decir.
—No puedes decir nada, porque no sabes nada. En realidad, no sabes la verdad. Tú crees que sabes
lo  que  ocurrió  entre  Pablo y  yo,  pero  solo  sabes  lo  que  él  te  ha  contado,  y  estoy  segura  de  que  se describió a sí mismo con mucha indulgencia, ¿no? Se puso a sí mismo por las nubes, porque eso es lo que le gusta pensar de las cosas. No se le da bien asumir culpas.
Era obvio que Teddy lo sabía, porque vivía con Pablo y lo quería.
—Creo que lo conozco lo suficientemente bien como para…
—No sabes nada de nosotros —repetí yo—. Solo sabes lo que él te ha contado, y yo ya he oído su versión de la historia.
—¿Estás diciendo que Pablo es un mentiroso?
—Estoy diciendo que su versión de la historia es muy diferente a la mía.
—Lali, yo nunca he intentado apartarte de la vida de Pablo…
—Y  te  quiero  por  eso,  Teddy,  de  verdad.  Pero  esto  es  algo  entre  Pablo y  yo.  Sé  lo  que  quiere.
Quiere algo más que una disculpa. Quiere una declaración de lealtad, quiere que me humille ante él solo para poder conservar el privilegio de su amistad. ¿Tengo razón?
Teddy bajó la mirada. Estaba muy incómodo.
—No lo sé.
—Ahora tengo que volver al trabajo —dije, y negué con la cabeza cuando Teddy intentó hablar una vez  más—.  Te  agradezco  que  hayas  venido  a  intentar  arreglar  la  situación,  de  veras,  pero  esto  no  es asunto tuyo. Es algo entre Pablo y yo, Teddy. Y no estoy segura de querer resolverlo todavía.
—Pero, Lali…

—Esto no es asunto tuyo.

Continuará...

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lunes, 16 de diciembre de 2013

Capitulo 27

Novela: "Al desnudo"
Capitulo 27
Ella se puso en pie y tomó el abrigo y el bolso del respaldo de su silla.
—Sí,  estoy  enfadada  con  él  —respondí  mientras  salíamos  del  restaurante—.  Pero  me  pregunto  por qué lo estás tú.
Fuera, en la acera, Sarah se giró de repente y me dio un abrazo.
—Yo siempre he estado enfadada con él. Solo fingía lo contrario por ti.
Yo sabía que Pablo no le caía bien, pero aquello era nuevo. La abracé también, y la miré a la cara.
—¿Por qué?
—Pues porque… —Sarah suspiró—. Oh, Olivia, ¿por qué crees tú? Porque te quiero. Eres mi amiga. ¿Por qué otro motivo iba a soportarlo? Yo esperaba…
—¿Qué?
Sarah se encogió de hombros, pero me miró a los ojos.
—Esperaba  que  rompieras  definitivamente  con  él  después  de  esto  último.  Que  tal  vez… Y,  cuando me contaste lo de Peter, me hice ilusiones de que…
No  era  típico  de  Sarah  quedarse  sin  palabras,  pero  incluso  con  todas  aquellas  vacilaciones,  yo entendí lo que quería decir. Se me formó un nudo en el estómago, y apreté los labios.
—Vaya. No sabía que lo odiabas tanto.
—Lo siento —dijo ella, y se apresuró a añadir—: No lo defiendas. Pablo ha sido muy malo contigo, y si estás pensando en perdonarlo y hacer como si no hubiera ocurrido nada, tal vez tenga que abofetearte.
—No. Todavía estoy enfadada con él, así que no te preocupes.
—Y ahora también estás enfadada conmigo. Lo siento.
—No, no estoy enfadada. Tú tienes razón —dije—. Es que… lo nuestro es complicado.
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo ella, y me abrazó de nuevo.
—Él ha formado parte de mi vida durante mucho tiempo. Estuvimos a punto de casarnos.
—Pero no se casaron. Y, Olivia —dijo ella, suspirando mientras se apartaba de mí—, lo entiendo, de verdad. Pero detesto que haga que te sientas… mal.
—Él no hace…
Me quedé callada. Yo nunca había pensado, nunca había admitido, que Pablo me hiciera sentir mal por nada.
—A partir de ahora no diré nada más. He terminado. Tú tienes que volver a casa con ese chico tan macizo, para poder acostarte con él una vez más antes de ponerte a trabajar, y yo… yo tengo que hacer mis rondas limpiando la pornografía llena de virus de los ordenadores de los abogados. Dios, veo unas cosas que me dan ganas de limpiarme los ojos con lejía.
—Puaj.
—Sí, exacto —Sarah me abrazó de nuevo y me dio un beso en la mejilla, poniéndose de puntillas—. Llámame cuando quieras hacer más avances en el estudio. O si me necesitas para posar en las fotos, o lo que sea.
—Tengo  un  encargo  para  la  semana  que  viene.  Creo  que  voy  a  necesitar  a  alguien  con  las  manos bonitas.
Ella agitó los dedos ante mí.
—Yo tengo las manos bonitas.
Me eché a reír.
—Hasta luego, preciosa —respondió ella.
Se  despidió  con  la  mano  y  se  marchó  hacia  su  coche  como  si  fuera  la  dueña  del  aparcamiento, atrayendo las miradas de la gente. Yo envidiaba aquella seguridad en sí misma.
Envidiaba su capacidad para decir lo que pensaba, y para pensar lo que decía.
Sonó mi teléfono mientras la veía alejarse, y lo saqué de mi bolso. Reconocí el número y reconocí la fotografía,  pero  en  vez  de  responder  a  la  llamada  de  Pablo,  apagué  el  teléfono  y  lo  metí  al  bolso  de nuevo.
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Aquella tarde no había demasiada gente en el servicio religioso de la Congregación Ahavat Shalom, pero  no  importaba:  menos  gente  con  la  que  debía  charlar  amablemente.  Llevaba  meses  sin  acudir  al servicio allí también, pero ocupé mi sitio de costumbre en un banco delantero, a la derecha, desde donde veía  al  rabino.  La  mayoría  de  la  congregación  se  sentaba  detrás  de  mí,  y  eso  estaba  bien.  No  quería cantar  con  los  demás,  al  menos  en  voz  alta.  Todavía  estaba  aprendiendo  hebreo,  y  me  contentaba  con canturrear las melodías.
—Shalom, Lali —me dijo el rabino Levin, mientras me estrechaba la mano—. Hacía tiempo que no te veíamos.
—Shalom,  rabino.  Me  ha  gustado  su  sermón  de  hoy  —dije—.  Me  gustó  lo  que  ha  dicho  sobre  que debemos celebrar las fiestas de la comunidad, aunque no sean técnicamente las nuestras.
—Hemos de vivir en el mundo. Es importante que los judíos conserven su herencia tradicional y su identidad, pero no vivimos en comunidades  donde  todo  el  mundo  adore  a  Dios  de  la  misma  forma  que nosotros. Es importante saber que podemos combinar los aspectos seculares y religiosos de nuestra vida. —Dijo el rabino, con una amplia sonrisa—. Me alegro de que te gustara mi sermón.
—Anda, márchate. Te llamo luego.
Me tocó el hombro, y después siguió hablando con el resto de sus fieles.
Teníamos que vivir en el mundo real. Eso podía cumplirlo. También podía conservar mi identidad, siempre y cuando pudiese saber cuál era esa identidad.
Las primeras veces que había ido al servicio en aquella sinagoga, nadie había sabido qué decirme. Yo oía susurros; la gente sugería que yo era una de aquellas «judías de Etiopía», pero nadie tenía el valor de preguntármelo directamente. Yo sabía qué aspecto tenía con mi piel café con leche y mi pelo de rizos nubios. No encajaba con aquellas mujeres que vestían trajes de chaqueta y pantalón muy caros, ni con los hombres que lucían tallits hechos a mano. Ellos no podían saber que a mí me habían educado como judía, al  menos  en  parte,  y  que  mis  recuerdos  de  haber  encendido  una menorah  y  de  haber  hecho  girar  el dreidel eran tan importantes como los de sentarme en el regazo de Santa Claus. Yo les daba miedo.
Por  el  contrario,  cuando  había  ido  a  misa,  el  hombre  que  estaba  sentado  a  mi  lado  en  el  banco  se había  girado  hacia  mí  y  me  había  dado  la  paz  con  tanto  entusiasmo  que  había  estado  a  punto  de aplastarme  los  dedos.  Después  de  la  misa  se  me  había  acercado  un  montón  de  gente  para  darme  la bienvenida a la iglesia y preguntarme si era un nuevo miembro, o si estaba pensando en unirme a ellos. Sus sonrisas eran resplandecientes y sinceras, y un poco desesperadas. Ellos me daban miedo a mí.
No encajaba en ninguno de los dos sitios. Los ritos me resultaban familiares, como las oraciones. Me reconfortaba la iglesia tanto como la sinagoga, aunque sus mensajes fueran tan diferentes.
Y,  sin  embargo,  algo  me  atraía  hacia  Ahavat  Shalom;  creo  que  era  la  falta  de  una  bienvenida abrumadora. Allí  no  tenía  que  demostrarle  nada  a  nadie,  no  tenía  que  fingir  que  sabía  lo  que  pasaba, porque nadie me preguntaba qué sentía con respecto a Dios, como hacían en la iglesia. No tenía que dar un paso adelante y proclamar nada.
Tal vez aquel fuera el año en el que debía averiguar lo que quería proclamar.
Tal  vez  fuera  el  año  de  hacer  muchas  cosas,  pensé  mientras  aparcaba  detrás  de  casa.  El  coche  de Peter no estaba. Me quedé desilusionada, y al salir del coche me estremecí, y no solo por el aire helado que soplaba, ni por el cielo gris que prometía nieve. En el calor de mi apartamento me quité el abrigo y preparé una tetera de Earl Grey.
Después descolgué el teléfono.
—Feliz Año Nuevo —dije, cuando mi madre respondió a la llamada.
—¡Lali! ¡Feliz Año Nuevo! Me alegro mucho de que hayas llamado.
Yo la creí, por supuesto. Era mi madre; me había cambiado los pañales, me había curado las rodillas, me había agarrado  de  la  mano  para  cruzar  la  calle.  Me  había  sacado  fotografías  antes  de  todas  las funciones de la escuela. Mi madre me quería, pese a todo lo que había ocurrido y pese a lo mucho que la había  decepcionado. Yo también la quería, pero me resultaba difícil perdonarle las cosas que había hecho, y las cosas que me había dicho. Tal vez a ella también le resultara difícil perdonarme.
Hubo  un  silencio  mientras  yo  pensaba  en  algo  que  decir.  Mi  madre  carraspeó.  Mi  mirada  recayó sobre el libro que estaba leyendo.
—La semana pasada saqué de la biblioteca lo último de Clive Barker. Ya casi voy por la mitad.
Ella hizo una pausa.
—No lo he leído.
—Es muy bueno.
Otra pausa, y otro carraspeo.
—Hace unos cuantos años que no lo leo.
Ah.  Se  me  había  olvidado  el  campo  minado  de  cosas  que  mi  madre  no  podía  hacer  y  que  se interponían entre nosotras, pero en aquel momento recordé con claridad lo traicionero que podía ser cada paso que daba.
—No lo sabía.
Debería  saberlo. Y  podría  saberlo,  si  nosotras  siguiéramos  tan  unidas  como  antes.  ¿Quién  tenía  la culpa de que no lo estuviéramos? ¿Ella o yo?
—Bueno, cuéntame cosas de ti —dijo mi madre—. ¿Cómo va tu nuevo negocio?
Ella se habría enterado por alguno de mis hermanos, o de sus esposas, pero no me importó. Dejé que fingiera  que  sabía  más  de  mi  vida  de  lo  que  sabía  en  realidad,  para  poder  comportarme  como  si habláramos  todos  los  días.  Le  hablé  de  mi  negocio,  de  mi  trabajo  en  Foto  Folks  y  de  mi  trabajo  como fotógrafa de la escuela.
A su vez,  mi  madre  me  habló  del  trabajo  de  Chaim,  de  su  nueva  casa,  de  la  sinagoga,  del  viaje  a Israel que estaban preparando. Me habló sobre amigos que yo no conocía, y sobre las clases que daba en su sinagoga.
—Enseño en las clases de aleph —me dijo con orgullo—. Religión para niños de la guardería y de primaria. Me encanta.
—Me alegro mucho por ti.
—Podrías venir de visita, Lali —me dijo finalmente. Era algo que yo había estado esperando oír desde que había empezado la conversación—. Nos encantaría verte. A Chaim también.
Tal vez eso fuera cierto. Yo no conocía lo suficiente al marido de mi madre como para saberlo.
—Tú también podrías venir a visitarme a mí. Si quisieras.
—Sabes que eso no es posible.
A mí se me formó un nudo en el estómago.
—Será mejor que cuelgue. Feliz Año Nuevo, mamá.
—Lali…
—Adiós —dije, y colgué.
Por  lo  menos  no  habíamos  discutido,  no  nos  habíamos  gritado  ni  nos  habíamos  acusado  de  ser horribles la una a la otra. Habíamos sido amables. Lo habíamos conseguido.
Alguien llamó a la puerta. Me levanté del sofá para abrir, y me encontré a Peter.
—Hola —dijo él.

—Hola —respondí yo, y me aparté para dejarle pasar.

Continuara... 
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domingo, 15 de diciembre de 2013

Capitulo 26

Novela: "Al desnudo"
Capitulo 26
—Tienes una idea muy morbosa de lo que es romántico —dijo Sarah, con la boca llena de sushi.
—Y tú estás muy mona con el arroz cayéndote de la boca.
Ella se rio, y me señaló con los palillos.
— ¿Ese tío te dice que tienes el trasero gordo, y a ti se te cae la baba? Morboso.
—No me dijo que tuviera el trasero gordo —repliqué yo.
De hecho, Peter se había pasado los quince minutos siguientes diciéndome lo mucho que le gustaba mi trasero. Y mi delantera. Y el resto de las partes de mi cuerpo.
Sarah se encogió de hombros y mojó un pedacito de atún en el wasabi.
—Bah, no me hagas caso. Es que me da envidia que tú te des esos revolcones tan buenos y yo esté sola en casa, con mi mano.
—Pobrecita. ¿No tienes consolador?
—Se  me  han  acabado  las  pilas  —respondió  mi  amiga  con  una  sonrisa.  Después  se  encogió  de hombros otra vez—. Los novios que funcionan con pilas no te llevan a comer sushi.
—Yo soy la que te saca a comer sushi —observé.
Sarah lamió sus palillos de forma seductora.
— ¿Hay alguna posibilidad de que tenga suerte?
A mí se me escapó una carcajada tan fuerte que los demás comensales se volvieron a mirarnos.
—Ummm… No.
— ¿Por qué? ¿Porque te has vuelto loca por el señor Peter Pene Gigante y Mágico? ¿Qué te ha hecho? ¿Te ha dado su anillo de graduación?
—No seas envidiosa.
Ella se rio y me robó un pedazo de rollito de salmón y aguacate del plato.
—No puedo evitarlo. Tengo envidia. Ojalá yo tuviera lo mismo que tú.
— ¿Qué pasó con ese tipo de la tienda de motos con el que tuviste un rollo?
Ella me clavó una de sus típicas miradas, con la ceja arqueada, el labio fruncido, a punto de gruñir.
—No le gustaban los conejitos.
Yo me detuve con un poco de sushi a medio camino de mi boca.
— ¿Y qué? ¿Desde cuándo tienes tú un conejo de mascota?
—Yo  no  tengo  ningún  conejo,  pero  no  puedo  enamorarme  completamente  de  un  tío  que  odia  los conejitos.  Es  que  es  algo  tan…  malo.  ¿Quién  odia  a  los  conejitos?  Además,  el  sexo  era  aburrido,  en realidad. ¿Sabes —añadió, señalándome de nuevo con los palillos— que la última vez que tuve un buen revolcón fue con un tío con el que no voy a acostarme nunca más?
— ¿Quién era?
—Ah —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Un tío que tú no conoces.
—Vaya, eso no es justo. ¿Por qué lo sacas a relucir si nunca me has hablado de él? ¿Y cómo sabes que no te vas a acostar más con él si las relaciones sexuales fueron tan buenas?
Sarah se echó a reír y cabeceó.
—Oh, Dios Santo, ¿Joe? No. De ninguna manera. Sería el peor novio que puedo imaginarme.
—Aaah… Así que estás buscando novio, ¿eh?
Ella arqueó una ceja de nuevo.
—Tía,  ¿dónde  has  estado  últimamente?  Por  supuesto  que  estoy  buscando  novio.  Lo  quiero  todo. Quiero una alianza. Quiero niños. Todo eso.
— ¿De verdad? ¿Y por qué ahora, de repente?
—No, de repente no. Lo único que ocurre es que ahora soy más libre para admitirlo. No quiero estar en una residencia geriátrica cuando mis hijos lleguen a la universidad, ¿sabes?
—Sí, te entiendo. Y soy mayor que tú, así que cállate.
—Sí —dijo Sarah—, pero tienes novio.
Al oír sus palabras, sonreí sin poder evitarlo. Intenté contener la sonrisa, pero ella la vio. Empujó mi plato con los palillos, pero sonrió también.
—Te gusta —me dijo socarronamente.
— ¿Cómo no me va a gustar? Es muy guapo y tiene trabajo, pero aunque no lo tuviera, tiene dinero. Viste bien. Besa bien. De todos modos, solo llevamos un par de días. Es demasiado pronto para pensar nada.
—No olvides que además es bueno en la cama —añadió ella, y sirvió té en nuestras tazas—. ¿Vas a pedir comida para llevar?
—Sí —dije, y saqué la carta de su soporte para elegir—. Es muy bueno en la cama.
—Bueno, pues ahí lo tienes. Todos los requisitos para una buena relación.
Yo suspiré y seleccioné lo que iba a pedir: tres rollitos de sushi y un par de sashimis.
—Sí… bueno, ya sabes. Eso de tener novio no me ha salido tan bien en el pasado.
—Pfff. Eso no fue culpa tuya. Ahora, lo de no haber vuelto a tener novio desde entonces sí, es culpa tuya.
—Yo sí he tenido…
—Ya. Un par de tíos con los que te has acostado, y alguna cita. Pero novio, no.
—Sí, bueno… No sé si quiero que él sea mi novio. Estoy escarmentada.
Sarah no bromeó en aquella ocasión.
—No puedes dejar que lo que te sucedió con Pablo te asuste para siempre, Lali.
—Peter se acuesta con tíos —dije en voz baja, para que nadie más pudiera oírlo—. Vi  a  un  tío hacerle una felación en la fiesta de Chrismukkah de Patrick.
— ¿Qué? —Chilló Sarah, sin darse cuenta—. ¿Qué dices? ¡Eso no me lo habías contado!
Yo me encogí de hombros con incomodidad.
—A él no le he dicho que lo vi. Estaba oscuro, y ellos no sabían que yo estaba allí.
Sarah se quedó callada un segundo.
— ¿Y fue excitante? Seguro que lo fue.
—Sarah —dije—, concéntrate.
—Lo siento. Cariño, eso solo significa que tu novio tiene una pequeña parte gay. Eso no tiene nada de malo. Tú misma me has dicho que en la cama es maravilloso, y que tú le gustas mucho.
— ¿Y si no es solo un poco gay? —pregunté con ansiedad.
—Cariño, ha conseguido que tuvieras unos orgasmos de campeonato. Un gay no consigue eso. Quiero decir que un hombre completamente gay no puede conseguirlo.
—Pablo…
Ella me cortó.
—Con Pablo las cosas nunca fueron así. A menos que me mintieras, y no creo que lo hicieras. No olvides que he compartido contigo muchas noches de margaritas.
Aquello era cierto.
—No. Con Pablo, las cosas nunca fueron así.
—El sexo era inexistente, y él te mintió. Me parece que esas dos cosas no suceden con Peter.
Yo repasé mentalmente todo lo que él me había dicho, sus matices…
—No, bueno, no me ha mentido exactamente, pero…
— ¿Le has preguntado si le gustan los tíos?
—No.
— ¿Y vas a preguntárselo?
—No lo sé. ¿Qué hago si me dice que sí?
—Lali, nenita, cariño. Cielito…
Yo me eché a reír.
—Para.
—Muñequita… —dijo Sarah, y también empezó a reírse.
—En serio. ¿Qué hago si me dice que sí?
—Pues supongo que lo mismo que has estado haciendo hasta ahora. Ya sabes que a él no le importa que otro tipo le haga una felación. Lo cual, a propósito, seguro que fue muy excitante.
Yo terminé mi té y esperé a que el camarero me entregara la caja del pedido que había hecho y me diera la cuenta. Después, respondí.
—Sí, lo fue. Pero eso ocurrió antes de que yo supiera que me iba a acostar con él. Ahora es distinto. Supongo  que  me  gusta  demasiado.  Además,  Pablo dice  que  se  acostó  con  él.  Ha  estado  intentando alejarme de Peter…
—Espera —dijo ella, alzando una mano—. ¿Se lo has contado a Pablo antes que a mí?
—Él  se  puso  furioso  porque  Peter  y  yo  habíamos  quedado  unas  cuantas  veces,  y  porque  nos  vio besarnos en Nochevieja…
—¿Cómo?  ¡Espera!  —Repitió  Sarah,  y  frunció  el  ceño—.  ¡Eso  tampoco  me  lo  habías  contado!  ¡Me has estado ocultando cosas!
—¡Y tú no me contaste que te habías acostado con un tipo estupendo en la cama!
Ella soltó un resoplido.
—Está bien. Es cierto. No importa. Entonces, ¿no le has dicho a Peter que le has visto pasarlo muy bien, y que Pablo te contó que se habían acostado juntos?
—No.
—Pues será mejor que lo hagas. Si él lo admite, entonces todo estará más claro entre vosotros. Si no lo admite, sabrás que es un mentiroso, y tendrás que alejarte de él.
—No quiero que sea un mentiroso —dije.
—Cielito,  es  normal  que  no  quieras.  Pero  pregúntaselo.  Te  sentirás  mejor.  Hazlo  como  cuando  te quitas un esparadrapo: un tirón, sin pensarlo, y después se terminó.
—Bueno,  debería  irme  —dije  entonces,  mirando  el  reloj—.  Tengo  que  adelantar  un  poco  de  mi propio trabajo, porque el resto de la semana tengo que estar en el otro.
—Foto  Folks,  fotos  de  vuestras  madres.  Fotos  de  vuestros  padres  —canturreó  Sarah. Aquel  era  el tema musical de los anuncios de la empresa—. Fotos de señoras gordas con tiara, ¡fotos que harán que te desmayes!
—Muy bien cantado, gracias —dije yo—. Te estás burlando de mi medio de vida.
—No lo será para siempre. Dentro de pocos meses no necesitarás trabajar en ese sitio. Lo presiento. Tendrás tantos negocios que no podrás hacerte cargo de todos ellos.
—Que Dios te oiga —dije yo, mientras me levantaba y contaba el dinero para pagar la cuenta.
Sarah me miró con extrañeza.
—¿Has estado hablando con tu madre?
No había hablado con mi madre desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, últimamente había pensado mucho en ella, en pequeños detalles. En cosas extrañas, como el pepperoni de la pizza.
—No. Debería llamarla. Pablo intentó que me sintiera culpable por no hacerlo, y que la llamara, pero…
—Oh, que le den a Pablo —dijo  Sarah  malhumoradamente—. Lali, sé que lo quieres, pero ese chico tiene que dejarte en paz.
Yo pestañeé de la sorpresa que me causó su vehemencia.
—¿Qué te pasa con él?
Ella se puso en pie y tomó el abrigo y el bolso del respaldo de su silla.

Continuara...

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Hola chicas soy Cielo de http://casijuegosca.blogspot.com.ar Espero que les guste la novela! :D