Capitulo 11
Pablo era
verdaderamente distinto con
sus nuevos amigos,
y con su
nuevo compañero. Tal vez aquel Pablo fuera el verdadero Pablo, pero su
tontería también era parte de él.
Había
pasado el tiempo, y las heridas se habían curado. En muchos sentidos, Pablo y
yo estábamos más unidos de lo que habíamos estado cuando éramos pareja. Yo
sabía perfectamente que si hubiéramos seguido
adelante y nos
hubiéramos casado, habríamos
sido infelices y nos habríamos
divorciado en menos de
un año, o
peor todavía, habríamos
sido infelices y
no nos habríamos
divorciado. Yo me alegraba de que Pablo hubiera encontrado
su lugar en el mundo, junto a alguien que lo quería, y yo no andaba por ahí
triste y deprimida, esperando a que apareciera mi príncipe azul. O al menos, lo
intentaba.
—Por
lo menos, no te olvides de mí —me dijo él.
—Oh,
Pablo. Como si pudiera olvidarme —dije. Me puse en pie y le di un abrazo y un
beso que no se merecía, pero que no podía negarle—. Ahora, vete. Tengo que
trabajar.
—Llámame.
—¡Sí,
sí! ¡Vete!
—La…
—¿Sí,
querido mío? —pregunté. Las palabras eran dulces, pero mi tono era un poco
amargo.
—Nada.
No importa —dijo. Salió y cerró la puerta.
Yo me
giré hacia el
ordenador y me
concentré en el
trabajo. Era mejor
que pensar en
ninguna otra cosa.
______
A mí
no me habían criado como a una tonta.
Por
el contrario. Tanto mi padre como mi madre eran de la generación del sexo, las
drogas y el rock and roll. Seguidores de Grateful Dead. Y yo tenía dos hermanos
mayores que no se habían preocupado demasiado de esconder las películas que
veían ni la música que escuchaban. Yo sabía lo que era el sexo.
Después de
que mis padres
se divorciaran, cuando
yo tenía cinco
años, mi padre
había vuelto a casarse
enseguida. Su nueva
esposa, Marjorie, era
una ferviente devota
de la Iglesia
Católica del Sagrado Corazón, y
tenía dos hijas, Cindy y Stacy, ambas un poco mayores que yo. Mi madre se había
quedado soltera, y casi nunca tenía citas. Mis padres eran cordiales el uno con
el otro, y nunca me habían hecho
elegir entre los
dos, y aunque
existía cierta tensión
con mi padre
sobre el lugar
que yo debía ocupar en su nueva casa, la completa
indulgencia de mi madre conmigo lo compensaba con creces. Mi madre y yo éramos
muy amigas.
Tuve
mi primer novio de verdad a los catorce años, e hice mi primera masturbación a
un chico un año más tarde. La mayoría de mis amigas habían perdido la
virginidad a los dieciséis, pero yo esperé un año más para
mantener relaciones sexuales
con mi novio,
en el sótano
de su casa,
durante la fiesta
de graduación de su hermano mayor. Para mí, aquella primera vez no fue
traumática. Yo sabía lo que era un preservativo, y mi novio era habilidoso en
las cuestiones sexuales. Aquella primera vez estuvo bien.
Mi
vida cambió durante mi último año de instituto. De repente, mi madre dejó sus
costumbres hippys y se volvió
muy religiosa. Empezó
a leer libros
sobre el judaísmo
y a observar
estrictamente sus mandatos. Y
entonces, todo lo que ella
y yo habíamos
hecho siempre juntas,
como una familia, desapareció. Se fue a la basura,
junto a toda la ropa y la comida que ya no servía.
Ella
guardó la mitad de los platos, los cubiertos y los vasos durante un año, el
tiempo necesario para que se volvieran kosher. La otra mitad los
purificó sumergiéndolos en agua hirviendo, y manteniendo la casa completamente
libre de productos cárnicos. De repente, éramos judías y vegetarianas. Mi madre
siempre había sido una carnívora entusiasta. Yopodía soportar las cenas de los
viernes por la noche, las velas encendidas y la preparación del challah.
Pero, ¿renunciar a las hamburguesas con queso? No, de ninguna manera.
Me fui
a vivir con
mi padre y
su esposa, que
me acogió, pero
no sin que
pareciera que yo
era una carga. Una vez le oí
contarle en voz baja a una amiga suya que era su deber. Su deber cristiano. A
ella le molestaba más que
no estuviera bautizada
que el hecho
de que fuera
negra, lo cual
era bueno, porque siempre existía la posibilidad de que
yo me salvara aceptando a Jesús como salvador, pero no existía la posibilidad
de que me cambiara el color de la piel.
Yo
quería a mi padre, y no me importaba tener que compartir el baño con mis
hermanastras ni tener una
habitación pequeña y
oscura en el
sótano. No me
importaba tener que
rezar antes de las comidas, porque al menos, me daban mucho
bacón. Oh, bacón. Todas las mañanas, huevos con bacón. Y tampoco me importaba
tener que ir a misa, porque los monaguillos eran muy monos.
A mi
madre no le
gustaba nada de
aquello, pero estaba
inmersa en su
propio viaje, y
dejó pasar muchas cosas.
Siempre y cuando
yo estuviera con ella durante
las fiestas que
quería celebrar, no le importaba
lo que hiciera el resto del tiempo. Si estaba allí para encender la menorah, no
le importaba que fuera a casa de
mi padre y colgara las medias en la chimenea. Yo no le hablaba del grupo
juvenil católico en el
que me había
apuntado Marjorie, ni
en que mi
padre había estado
diciéndome que sería buena idea bautizarme.
Me escapé
de la salvación
yéndome a la
universidad. Allí, en mi
primer año, conocí
a Pablo. Él vivía en mi residencia, y la primera vez
que me sonrió, aquella sonrisa se me quedó grabada. Era alto, rubio, rubicundo…
y católico. Me enamoré.
A mí
me gusta pensar que la vida es un rompecabezas infinito que tiene tantas piezas
que, las encajes como las encajes,
la imagen nunca
se termina. El
conocer a Patrick
fue la culminación
de cientos de elecciones. Él era el final de uno solo de
aquellos caminos, pero era el camino que yo había elegido. No importaba cómo
pudiera terminar; él era la opción que yo había elegido, y aunque siempre había
pensado que no iba
a perder el
tiempo en arrepentirme
por ello, estaba
empezando a creer
que tal vez
sí lo hiciera.
Creí
que sabía lo que era el amor, con un novio muy guapo que besaba muy bien. Creí
que sabía lo que era durante tres años de universidad, incluso cuando todas mis
amigas estaban fornicando como locas y el atractivo de la castidad estaba
empezando a deteriorarse. El amor es paciente, el amor es bondadoso, ¿no? El
amor lo perdona todo.
Eso
era lo que yo creía entonces. Ahora ya no estaba tan segura.
En
nuestro último año de universidad, Pablo se arrodilló ante mí y me pidió que me
casara con él mientras me daba un anillo de diamantes con una mano y un ramo de
rosas rojas con la otra. Fijamos una fecha. Planeamos la boda.
Y,
dos semanas antes de que recorriéramos el camino al altar, descubrí que Pablo me
había estado mintiendo todo el tiempo.
No me
habían educado como a una estúpida, pero terminé sintiéndome tonta.
Transcurrió una
semana. Oí el
sonido de unas
voces al pasar
junto a la
puerta del apartamento
de Peter, y vi su coche ir y venir, pero no lo vi a él. Terminé viendo Orgullo
y prejuicio a solas, y culpando a Pablo
por ello.
La
semana anterior a Navidad es muy ajetreada para la gran mayoría de la gente,
aunque no celebren esas fiestas, y
yo tenía una
lista de tareas
muy larga. No
había puesto árbol
de Navidad, pero
había comprado regalos. Iba a pasar el día con mi padre y su familia,
aunque mis hermanos, sus mujeres y sus niños
no estarían allí.
También había aceptado
un encargo de
última hora para
la promoción de las
rebajas posteriores a la Navidad, y unas cuantas sesiones de retratos para
amigos.
La niña a
la
que estaba enfocando
con la cámara
no tenía alas,
pero era un
angelito. Tenía cuatro años, una melena rizada y negra, una
boquita pequeña y roja y un par de brazos cruzados. Era una versión en
miniatura y en malvado de Shirley Temple, incluyendo el vestido y el lazo de la
cintura.
—¡No! ¡No,
no, no! —exclamó,
y dio una
patada en el
suelo. Hizo un
mohín. Me fulminó
con la mirada.
—Pippa,
cariño. Sonríe para la foto, ¿quieres?
Pippa
miró a su padre Steven y volvió a protestar.
—¡No
me gusta este vestido! ¡No me gusta esta diadema!
Se quitó
la diadema y
la tiró al
suelo, y para
que todos supiéramos
lo mucho que
la odiaba, la pisoteó.
—Es
culpa tuya —me dijo el otro padre de Pippa, Devon.
Yo
arqueé una ceja.
—Vaya,
gracias.
Devon
se echó a reír mientras Steven se agachaba a recoger la diadema para ponérsela
de nuevo.
—Es
muy obstinada, eso es todo. Se parece mucho a ti.
—Pippa,
cariño, por favor…
—Ah, ¿y
lo mucho que
la miman sus
padres no tiene
nada que ver
con eso? —murmuré
yo, concentrada en la escena que se estaba desarrollando delante de mí.
Enfoqué y disparé. Clic, clic. Capté toda la batalla entre el padre y su hija
con solo apretar un dedo.
—¡No
saques fotos de esto! —me dijo Steven.
Pippa,
riéndose, se escapó y echó a correr por el estudio. Corría muy rápido, como yo
cuando tenía su edad.
Devon se
rio y se
apoyó en el
respaldo de la
silla, cabeceando. Yo
hice foto tras
foto. Pippa corriendo. Steven
agarrándola, sujetándola cabeza abajo, con la falda vuelta del revés y sus
rizos negros tocando el suelo. Después, dos padres con su hija, y el amor que
había entre ellos como algo tangible que yo no podía editar ni controlar, sino
solo capturar.
—Pippa,
hazlo por papá —dijo Steven—. Quiero una foto bonita de ti para poder
mandársela a los abuelos.
Pippa
frunció de nuevo los labios, pero al final, suspiró.
—Está
bien.
Steven
la puso sobre la caja de madera del suelo y le arregló el pelo y el vestido, y
después se echó hacia atrás. Yo enfoqué
la cámara y
tomé la foto.
Perfecta. Sin embargo,
mientras inclinaba la
cámara para enseñarle la
imagen a Devon,
era consciente de
que aquella no
era la que
yo iba a
pulir para regalársela y que
pudieran ponerla en su pared.
Continuará...
__________________________________Hola chicas soy Cielo de http://casijuegosca.blogspot.com.ar Espero que les guste la novela! :D
Ohh gracias a todas las que me desearon feliz cumple :D lo pase genial muchas gracias besitos a todas